Una
vez, en una región lejana, un anciano sabio confesó a un hombre la
existencia de un “talismán de la suerte”
entre las piedras de una playa marina. Aquel talismán, según el anciano,
podría confundirse fácilmente con cualquier piedra y que la
única diferencia con los demás guijarros sería su estado cálido, no
frío como los otros.
Aquel
sabio también había aclarado ante el hombre que quien quiera hacerse con
el “talismán de la suerte” debía vagar por la playa recogiendo los guijarros
y que el día en que la encuentre sería el hombre
más afortunado de la historia, porque la piedra complacería todos sus
deseos.
El hombre, enterado de la noticia revelada por el sabio, se fué a su casa y decidió desplazarse a la playa para buscar el “talismán de la suerte”. Estando allí, cada mañana comenzó a recoger las piedras. Cuando cogía un guijarro que era frío, sin objetar nada, lo tiraba al mar. Hizo aquello durante horas, días, semanas, meses y años. Cada piedra que sentía fría era lanzada al mar. Sin embargo, se consolaba pensando que ese acto era sano y agradable.
Después de practicar durante varios años, se acostumbró tanto que le costaba recordar la razón de sus paseos matinales por la playa. Disfrutaba mirando el mar, observando el oleaje, escuchando a las gaviotas, y recogiendo y lanzando piedras. El oficio, con el tiempo, pasó a ser casi un juego divertido, un hábito, una rutina perfecta.
Pero una mañana, cogió una piedra cálida, a diferencia de las demás. Aunque, el varón, cuya conciencia apenas notaba esa diferencia, acabó lanzando todas las piedras al mar porque en tanto tiempo se había acostumbrado a hacer lo que hacía normalmente todos los días.
Al final, al no darse cuenta de que esa piedra tibia era nada menos que el “talismán de la suerte”, dejó escapar de sus propias manos la alhaja que durante tanto tiempo había estado buscando.
El hombre, enterado de la noticia revelada por el sabio, se fué a su casa y decidió desplazarse a la playa para buscar el “talismán de la suerte”. Estando allí, cada mañana comenzó a recoger las piedras. Cuando cogía un guijarro que era frío, sin objetar nada, lo tiraba al mar. Hizo aquello durante horas, días, semanas, meses y años. Cada piedra que sentía fría era lanzada al mar. Sin embargo, se consolaba pensando que ese acto era sano y agradable.
Después de practicar durante varios años, se acostumbró tanto que le costaba recordar la razón de sus paseos matinales por la playa. Disfrutaba mirando el mar, observando el oleaje, escuchando a las gaviotas, y recogiendo y lanzando piedras. El oficio, con el tiempo, pasó a ser casi un juego divertido, un hábito, una rutina perfecta.
Pero una mañana, cogió una piedra cálida, a diferencia de las demás. Aunque, el varón, cuya conciencia apenas notaba esa diferencia, acabó lanzando todas las piedras al mar porque en tanto tiempo se había acostumbrado a hacer lo que hacía normalmente todos los días.
Al final, al no darse cuenta de que esa piedra tibia era nada menos que el “talismán de la suerte”, dejó escapar de sus propias manos la alhaja que durante tanto tiempo había estado buscando.
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